En la esquina de López de Hoyos con Príncipe de Vergara había una pareja discutiendo.
Ella lloraba y cuanto más lloraba ella, más agresivo se ponía él. Me acerqué con disimulo
deteniéndome frente al escaparate de una tienda y oí a la mujer decir:
–Pues si quieres, lo metemos en mi maletero.
No comprendí a qué se refería, pero la voz me sonó familiar y me di cuenta de que se
trataba de la chica del telediario. Él debió de advertir mi presencia, pues se alejaron y
continuaron andando un poco, más contenidos los dos.
Al día siguiente, cuando empezaron las noticias, me fijé en la chica y tuve la sensación
de que había llorado. Un espectador menos atento, o que no hubiera asistido a la pelea del
día anterior, no se habría dado cuenta, porque el maquillaje era perfecto. Pero se percibía en
el fondo de los ojos un poso de cansancio. Me dio lástima, la verdad.
Durante los siguientes días continué observándola. Tenía mala cara. Se lo dije a mi mujer.
–Esa chica está muy desmejorada.
Mi mujer levantó la cabeza de la revista y dijo que ella no le había notado nada raro.
–¿Cómo que no le has notado nada? Si salta a la vista. ¿No ves que acaba de llorar?
–Pues no.
Como vi que se había propuesto llevarme la contraria, la dejé volver a su revista y continué
observando a la chica. Si yo fuese su padre, pensé, hablaría con el hombre ese que le daba
tantos disgustos. No es raro que estas mujeres que salen en la tele acaben liadas con
individuos malos, que se aprovechan de su fama. Por otra parte, hay gente que lleva los
maleteros llenos de cadáveres. Recé para que la pobre no estuviera implicada en un crimen.
En todo esto, me dio la impresión de que entre noticia y noticia la chica hacía con la boca
un gesto como de pedir socorro.
–Esa chica está pidiendo socorro –dije en voz alta.
–Tú no estás bien de la cabeza –comentó mi mujer.
Durante toda la semana me estuve fijando con detenimiento en la chica de la tele y llegué
a la conclusión de que pedía auxilio. No sabía qué hacer. Podía llamar a la emisora de
televisión, pero quizá tampoco me creyeran.
El sábado por la tarde, me presenté en la esquina de Príncipe de Vergara con López de
Hoyos a la misma hora en que los había encontrado la vez anterior. Pensé que quizá la chica
viviera por allí y yo tuviera la suerte de encontrármela. Esperé un cuarto de hora sin que
apareciera nadie y, ya resignado, fui a un bar para tomar mi café. Me senté a la barra y al
darme la vuelta para echarle un ojo al panorama, los vi sentados en una mesa cercana. Ella
llevaba gafas de sol, pese a la oscuridad reinante, lo que era signo evidente de que había
vuelto a llorar. Quizá en ese momento estuviera llorando. De súbito, sin embargo, soltó una
carcajada. Algunos clientes se volvieron porque no se trataba de una carcajada normal. Quizá
estaba intentando llamar la atención. Esperé un poco y al ver que ella se levantaba para ir al
servicio me acerqué a la mesa y abordé al hombre.
–Escúchame bien, porque no te lo voy a decir más que una vez, imbécil: si sigues haciendo
sufrir a esa chica, vas a encontrarte con problemas. Conozco a mucha gente en la policía,
quizá yo mismo sea policía. Y otra cosa: cuando tengas que esconder un muerto, hazlo en el
maletero de tu propio coche.
Comprendí por su expresión que había dado en el clavo y salí a la calle antes de que
ella volviera del servicio. Al día siguiente, vi el telediario con atención y me di cuenta de que
la chica tenía una mirada especial, como si intentara darme las gracias.