Al romper el alba el buscador de setas sale de su casa con un bastón y una cesta. Llega a un
pinar. De tanto en tanto se para. Aparta con el bastón la capa de pinocha seca y descubre las
primeras setas. Se agacha, las recoge y las mete en la cesta. Sigue andando y, de pronto, ve
una seta con el sombrero rojo y unas manchas blancas. La conoce muy bien. Es una falsa
oronja y para que nadie la coja le da un golpe con el bastón. En medio de la nube de polvo
que la seta forma en el aire al desintegrarse, plop, aparece un gnomo.
–Buenos días, buen hombre. Soy un gnomo de la suerte que nace de algunas falsas
oronjas cuando se desintegran. Eres un hombre afortunado. Solo en una de cada cien mil
falsas oronjas hay un gnomo de la suerte. Formula un deseo y te lo concederé.
El buscador de setas lo mira boquiabierto.
–No me lo puedo creer. Eso solo pasa en los cuentos.
–También pasa en la realidad. Venga, formula un deseo. Pidas lo que pidas, te lo
concederé.
–¿Pero cómo puedo pedirte algo si no consigo creer que haya gnomos?
–Tienes ante ti a un hombrecito de barba blanca, con gorro verde y botas puntiagudas,
flotando a medio metro del suelo, ¿y no te lo crees? Venga, formula un deseo.
Nunca se habría imaginado en una situación así. ¿Qué pedir? ¿Felicidad? ¿Salud? ¿Éxito
en el trabajo o suerte en el amor? ¿Llegar a ser un artista famoso, un hombre de negocios
genial o un político destacado? El gnomo le lee el pensamiento.
–Pide cosas tangibles. Nada de abstracciones: tal cantidad de oro, perlas, diamantes... Si
quieres mujeres, di cuáles en concreto. Si luego lo que pides te hace realmente feliz, es cosa
tuya.
El buscador de setas duda. ¿Cosas concretas? ¿Un Ferrari? ¿Una mansión? ¿Un yate?
¿Jennifer López? ¿El trono de un país? El gnomo pone cara de impaciencia.
–No puedo esperar eternamente. Antes no te lo he dicho porque pensaba que no tardarías
tanto, pero tenías cinco minutos para decidirte. Ya han pasado tres.
Así pues, solo le quedan dos. Debe decidir qué quiere y debe decidirlo enseguida.
–¿Qué quieres? Di.
–Es que elegir así, a toda prisa, es una barbaridad. Hace falta tiempo para decidirse.
–Te queda un minuto y medio.
Quizás, más que cosas, lo mejor sería pedir dinero: una cifra concreta. Mil billones de
euros, por ejemplo. Con mil billones de euros podría tenerlo todo. ¿Y por qué no un trillón?
No se decide por ninguna cifra porque, de hecho, en una situación como esta, tan cargada de
magia, pedir dinero le parece vulgar, poco sutil.
–Un minuto.
La rapidez con que pasa el tiempo le impide razonar fríamente. Es injusto. ¿Y si pidiera el
poder?
–Treinta y tres segundos.
Cuanto más lo apremia el tiempo, más le cuesta decidirse.
–Quince segundos.
¿El trillón, entonces?
–Cuatro segundos.
Renuncia definitivamente al dinero. Un deseo tan excepcional como este debe ser más
sofisticado.
–Dos segundos. Di.
Al hombre se le ocurre una idea brillante...
–¡Quiero otro gnomo como tú!
Se acaba el tiempo. El gnomo se esfuma en el aire y de inmediato, plop, en el lugar exacto
que ocupaba aparece otro gnomo, igualito al anterior. (…)